lunes, 12 de noviembre de 2012

Confesiones II


Raúl solo ha tardado dos días en contactar conmigo. Desconozco por qué mis amigos me consideran gurú profesional  en estos temas cuando mi sempiterno desbarajuste emocional poca luz puede arrojar sobre este asunto. No obstante, me acomodo en el sofá, apoyo el auricular del teléfono cerca de mi oído  y me dispongo a escuchar.
No recuerda muy bien cómo sucedió, casi intuye el porqué y lo único que tiene claro es el cuándo, una cena de la empresa. Se sentía joven de nuevo. Cuerpo de cincuenta y menos guiado por una mente de veinte. Se levanta más temprano para elegir la ropa, afeitarse a diario, y sale quince minutos antes para enviar mensajes quinceañeros a quien lo espera todas las mañanas con una sonrisa. ¿No sonríe Amaranta? le pregunto. Sí, claro que sonríe, pero no tengo casi tiempo para fijarme en su sonrisa. Llega tarde del trabajo, ducha, cena, niños, está cansada. Y los fines de semana, entre los partidos de los niños, trabajo que siempre se trae de la empresa, mi fútbol con los colegas, pues nos estamos convirtiendo en dos autómatas paralelos que pocas veces cruzan su camino, y menos sus caricias.
¡Lástima, Raúl! , me oigo decir. Y pienso en Amaranta, tan ajena a esta queja, tan luchadora, tan envuelta en su burbuja, a la que le están clavando alfileres y comienza a desinflarse. Raúl prosigue ofreciéndome un monólogo en el que describe su conflicto interior, el torbellino de sentimientos y sus pocas luces para encontrar una salida. Después de cincuenta y dos minutos de tiempo y nueve mil ochocientas treinta y dos palabras, que no aclaran nada, nos despedimos.

No hay comentarios: