domingo, 20 de enero de 2013

Aquellos días azules de mi infancia


La única patria que tiene el hombre es la infancia (Rilke).

Tengo que estar haciéndome vieja según Benedetti y su cita  en la que declaraba que la infancia es un privilegio de la vejez y en esta etapa es cuando con más claridad se recuerda. No sé por qué llevo unos días pensando en mi infancia y en momentos de ella que echo de menos.

Echo de menos la mano de mi padre, tibia, agradable que agarraba siempre cuando nos sentábamos en el sofá o cuando caminábamos por la calle, gesto que he seguido realizando hasta su muerte; los  “migotes” para desayunar con agua caliente, leche condensada y el pan partido en cachitos; el baño que me daba mi madre y, tras secarme, me iba vistiendo mientras ella recitaba una oración cual letanía… “ bendito y alabado”, yo contestaba “sea”, “ el Santísimo Sacramento”, “ del altar”, y en cada grupo de palabras iba introduciendo una pierna, la otra, un bracito, el otro…; la hora de la comida en la que todos sentados a la mesa íbamos contando las anécdotas de la mañana  que mi padre adornaba con sus chascarrillos, y cuando el tema era enconado siempre echaba mano de una estadística ante la risa general; aquellos días de playa eternos y la alegría de ver a mis padres bajando la escalerilla a su vuelta del trabajo, señal de que el baño estaba próximo; las tardes de playa en la orilla jugando al puntillón tras una excursión a las rocas que eran el  límite de la más osada aventura junto con el paseo hasta los fortines; las Nochebuenas familiares con primos y tíos en las que nos reuníamos más de cuarenta personas ruidosas; el cubre almohada que me ponía de falda con cola de princesa y me arrastraba, bien enana tenía que ser; todos los perrillos que tuvimos y que hacían nuestras delicias; las visitas a mi abuela  paterna a aquella casa enorme y antigua que era todo un misterio, con alcobas cerradas que guardaban fabulosos secretos y mientras papá charlaba con ella la de kilos de café que le dejábamos molido con aquello molinillo antiguo  de  manivela, tras esto, las tostadas en La Mallorquina y la mano de la abuela diciéndonos adiós desde la puerta de la iglesia; aquel primer “Patoso” de los Reyes Magos que gateaba, ¡ un muñeco que se movía!; las tardes de Exin castillo montando y desmontando torres ( creo que nunca llegamos a montar un castillo al completo); los cacharritos de la feria a los que nos llevaban por la mañana para que ya no diéramos la lata durante el día y los concursos de sevillanas; las fotos que nos tomaba mi padre todos los domingos, arregladitos  los cuatro y cogidos de la mano en orden de mayor a menor…

Chesterton escribió “lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa es en ella una maravilla” y si has tenido la suerte de tener una infancia feliz, es cierto que un instante que rememores es entrañable, a veces nostálgico, pero todos quedan grabados como surcos de arado que demuestran que has vivido y que, como en estos minutos que escribo, afloran como pañuelos de colores, anudados unos con otros, de los que tiras y no tienen final.