domingo, 2 de marzo de 2014

Certaldo


La pasada semana publicaba Mario Vargas Llosa un artículo en el diario El País sobre Boccaccio y su pueblo natal, Certaldo. Ha sido uno de los lugares visitados este verano en la Toscana y entiendo perfectamente la emoción del Vargas Llosa al pasear por las callejuelas de Certaldo. Acompaño el artículo con fotos realizadas durante la visita  para que os hagáis una idea.
El pueblecito toscano de Certaldo conserva sus murallas medievales, pero la casa donde hace siete siglos nació Giovanni Boccaccio fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Ha sido reconstruida con esmero y desde su elevada terraza se divisa un paisaje de suaves colinas con olivares, cipreses y pinos que remata, en una cumbre lejana, con las danzarinas torres de San Gimignano.
Lo único que queda del ilustre polígrafo es una zapatilla de madera y piel carcomida por el tiempo; apareció enterrada en un muro y acaso no la calzó él sino su padre o alguno de los sirvientes de la casa. Hay una biblioteca donde se amontonan los centenares de traducciones del Decamerón a todas las lenguas del mundo y vitrinas repletas con los estudios que se le dedican. El pueblecito es una joya de viviendas de ladrillos, tejas y vigas centenarias, pero minúsculo, y uno se pregunta cómo se las arregló el señor Boccaccio papá para, en lugar tan pequeño, convertirse en un mercader tan próspero. Giovanni era hijo natural, reconocido más tarde por su progenitor y se ignora quién fue su madre, una mujer sin duda muy humilde. De Certaldo salió el joven Giovanni a Nápoles, a estudiar banca y derecho, para incrementar el negocio familiar, pero allí descubrió que su vocación eran las letras y se dedicó a ellas con pasión y furia erudita. Eso hubiera sido sin la peste negra que devastó Florencia en 1348: un intelectual de la elite, amante de los clásicos, latinista, helenista, enciclopédico y teólogo.
Tenía unos 35 años cuando las ratas que traían el virus desde los barcos que acarreaban especias del Oriente, llegaron a Florencia e infectaron la ciudad con la pestilencia que exterminó a 40.000 florentinos, la tercera parte de sus habitantes. La experiencia de la peste alejó a Boccaccio de los infolios conventuales, de la teología y los clásicos griegos y latinos (volvería años más tarde a todo ello) y lo acercó al pueblo llano, a las tabernas y a los dormideros de mendigos, a los dichos de la chusma, a su verba deslenguada y a la lujuria y bellaquerías exacerbadas por la sensación de cataclismo, de fin del mundo, que la epidemia desencadenó en todos los sectores, de la nobleza al populacho. Gracias a esta inmersión en el mundanal ruido y la canalla con la que compartió aquellos meses de horror, pudo escribir el Decamerón, inventar la prosa narrativa italiana e inaugurar la riquísima tradición del cuento en Occidente, que prolongarían Chaucer, Rabelais, Poe, Chéjov, Conrad, Maupassant, Chesterton, Kipling, Borges y tantos otros hasta nuestros días.
Gracias a esos relatos irreverentes y geniales se convirtió en un escritor inmensamente popular.
No se sabe dónde escribió Boccaccio el centenar de historias del Decamerón entre 1348 y 1351 —bien pudo ser aquí, en su casa de Certaldo, donde vendría a refugiarse cuando las cosas le iban mal—, pero sí sabemos que, gracias a esos cuentos licenciosos, irreverentes y geniales, dejó de ser un intelectual de biblioteca y se convirtió en un escritor inmensamente popular. La primera edición del libro salió en Venecia, en 1492. Hasta entonces se leyó en copias manuscritas que se reprodujeron por millares. Esa multiplicación debió de ser una de las razones por las que desistió de intentar quemarlas cuando, en su cincuentena, por un recrudecimiento de su religiosidad y la influencia de un fraile cartujo, se arrepintió de haberlo escrito debido al desenfado sexual y los ataques feroces contra el clero que contiene el Decamerón.Su amigo Petrarca, gran poeta que veía con desdén la prosa plebeya de aquellos relatos, también le aconsejó que no lo hiciera. En todo caso, era tarde para dar marcha atrás; esos cuentos se leían, se contaban y se imitaban ya por media Europa. Siete siglos más tarde, se siguen leyendo con el impagable placer que deparan las obras maestras absolutas.
En la veintena de casitas que forman el Certaldo histórico —un palacio entre ellas— hay una pequeña trattoria que ofrece, todas las primaveras, “El suntuoso banquete medieval de Boccaccio”, pero, como es invierno, debo contentarme con la modesta ribollita toscana, una sopa de migas y verdura, y un vinito de la región que rastrilla el paladar. En los carteles que cuelgan de las paredes de su casa natal, uno de ellos recuerda que, en la década de 1350 a 1360, entre los mandados diplomáticos y administrativos que Boccaccio hizo para la Señoría florentina, figuró el que debió conmoverlo más: llevar de regalo diez florines de oro a la hija de Dante Alighieri, Sor Beatrice, monja de clausura en el monasterio de Santo Stefano degli Ulivi, en Rávena.
Descubrió a Dante en Nápoles, de joven, y desde entonces le profesó una admiración sin reservas por el resto de la vida. En la magnífica exposición que se exhibe en estos días en la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia —Boccaccio: autore e copista—, hay manuscritos suyos, de caligrafía pequeñita y pareja, copiando textos clásicos o reescribiendo en 1370, de principio a fin, veinte años después de haberlas escrito, las mil y pico de páginas del Decamerón que poco antes había querido destruir (era un hombre contradictorio, como buen escritor). Allí se ve a qué extremos llegó su pasión dantesca: copió tres veces en su vida la Comedia y una vez la Vita Nuova, para difundir su lectura, además de escribir la primera biografía del gran poeta y, por encargo de la Señoría, dictar 59 charlas en la iglesia de Santo Stefano di Badia explicando al gran público la riqueza literaria, filosófica y teológica del poema al que, gracias a él, comenzó a llamarse desde entonces “divino”.
En Certaldo se construyó hace años un jardín que quería imitar aquel en el que las siete muchachas y los tres jovencitos del Decamerón se refugian a contarse cuentos. Pero el verdadero jardín está en San Domenico, una aldea en las colinas que trepan a Fiesole, en una casa, Villa Palmieri,que todavía existe. De ese enorme terreno se ha segregado la Villa Schifanoia, donde ahora funciona el Instituto Universitario Europeo. Aquí vivió en el siglo XIX el gran Alejandro Dumas, que ha dejado una preciosa descripción del lugar. Nada queda, por cierto, de los jardines míticos, con lagos y arroyos murmurantes, cervatillos, liebres, conejos, garzas, y del soberbio palacio donde los diez jóvenes se contaban los picantes relatos que tanto los hacían gozar, descritos (o más bien inventados) por Boccaccio, pero el lugar tiene siempre mucho encanto, con sus parques con estatuas devoradas por la hiedra y sus laberintos dieciochescos, así como la soberbia visión que se tiene aquí de toda Florencia. De regreso a la ciudad vale la pena hacer un desvío a la diminuta aldea medieval de Corbignano, donde todavía sobrevive una de las casas que habitó Boccaccio y en la que, al parecer, escribió el Ninfale fiesolano; en todo caso, muy cerca de ese pueblecito están los dos riachuelos en que se convierten Africo y Mensola, sus personajes centrales.
Todo este recorrido tras sus huellas es muy bello pero nada me emocionó tanto como seguir los pasos de Boccaccio en Certaldo y recordar que, en este reconstruido local, pasó la última etapa de su vida, pobre, aislado, asistido sólo por su vieja criada Bruna y muy enfermo con la hidropesía que lo había monstruosamente hinchado al extremo de no poder moverse. Me llena de tristeza y de admiración imaginar esos últimos meses de su vida, inmovilizado por la obesidad, dedicando sus días y noches a revisar la traducción de la Odisea —Homero fue otro de sus venerados modelos— al latín hecha por su amigo el monje Leoncio Pilato.
Murió aquí, en 1375, y lo enterraron en la iglesita vecina de los Santos Jacobo y Felipe, que se conserva casi intacta. Como en el Certaldo histórico no hay florerías, me robé una hoja de laurel del pequeño altar y la deposité en su tumba, donde deben quedar nada más que algunos polvillos del que fue, y le hice el más rápido homenaje que me vino a la boca: “Gracias, maestro”.


sábado, 22 de febrero de 2014

De Cádiz a Colliure. Antonio Machado


Hoy se cumplen 75 años del fallecimiento de Antonio Machado, uno de los mejores poetas españoles y de los más olvidados en los reconocimientos por todos los des-gobiernos sucesivos que nos asolan. Poeta del pueblo, humilde, murió exiliado en cuerpo y alma. 

El día 22 de enero de 1939, con 64 años, comienza su peregrinaje, junto a su hermano, su cuñada y su madre, de 88 años, hacia el exilio. Llega a la frontera francesa el día 27 de enero, exhausto y enfermo de los pulmones. Bajo la lluvia, cruzan la frontera a pie, pues el automóvil  en el que viajaban se estropea y aunque los recoge una ambulancia, esta no puede seguir circulando debido a la riada humana que intentaba cruzar la frontera. Se calcula que hasta el 10 de febrero unas 400.00 personas cruzaron a Francia. Parece ser que la filósofa malagueña María Zambrano, que también se dirigía hacia el doloroso exilio,  se encuentra con Antonio y lo invita a subir a su automóvil al percatarse de su lamentable estado, invitación que el poeta declina. Zambrano decide acompañarlo , baja del coche y cogida de su brazo, dignamente, cruzan la frontera.

A la amargura del exilio se unen el frío y la lluvia de ese día. Gracias a la ayuda del Comisario de Aduanas, pueden desplazarse a Cérbere para tomar el siguiente tren. La primera noche en Francia la familia se instala en un vagón de tren vacío que les cede el jefe de la estación. El frío de esa noche empeora su estado de salud.  Gracias a la generosidad de personas que se cruzan en su camino en Colliure, pueblo al que llegan el día 29 de enero, pueden hospedarse en una pequeña habitación del Hotel Bougnol Quintana. Hasta el día de su muerte, el 22 de febrero de 1939, solo salió una vez, tras pedir a su hermano José que lo llevase a la playa para ver el mar.

Las últimas palabras que pronunció fueron “Merci, madame”, dirigidas a la señora francesa que le cedió la habitación y que sabía que nunca iba a cobrar nada de aquellos españoles paupérrimos y “Adiós, madre”, dirigidas a doña Ana, su madre, que fallecería en la cama contigua tres días más tarde.

Una de las últimas fotografías de Machado

Su hermano José encontró en el bolsillo de su abrigo el último verso del poeta:
“Estos días azules y este sol de infancia”…

Ambos fueron enterrados en el cementerio del pueblecito francés. Y hasta allí nos dirigimos este verano para visitar esa humilde tumba en el exilio, honrada por miles de españoles todos los años. Momento emocionante y triste donde los haya. Es costumbre llevar tierra de España y poemas y cartas que los visitantes dejan en la fría losa. Nosotros, además de dejar un mensaje de la gente del sur, de la tierra de su infancia soleada y azul, decidimos coger unas piedras y portarlas hasta nuestro siguiente destino, Soria.




Y allí, en la vieja y castellana ciudad soriana, visitamos la tumba de Leonor, su amada esposa Leonor, mujer con la que descubrió el amor. Y en otra mañana soleada, depositamos las piedras de la tumba de su esposo en la suya, llevándole un mensaje de amor desde el exilio.