martes, 22 de junio de 2010

Ponte Milvio

Roma es parada soñada para peregrinos y obligada para todo el que habite este planeta. Ciudad bellísima que he tenido la suerte de redescubrir (parece que arrojar la moneda en la Fontana di Trevi con el deseo de volver funciona), aunque esta segunda vez acompañada de cuarenta alumnos de Bachillerato en su viaje final de curso.
Planeando el viaje, muchos de ellos preguntaban si visitaríamos el Ponte Milvio. El interés por este puente radica en un libro, Tengo ganas de ti, cuyo autor, el escritor italiano Federico Moccia, se ha hecho famoso escribiendo novelas dirigidas a adolescentes, y a no tantos adolescentes. La calidad literaria no es que sea de Nobel, es más, en algunos pasajes brilla por su ausencia, sin embargo, los engancha con historias de amor y vida entre jóvenes como ellos con los que se sienten plenamente identificados. He leído un par de títulos (me los pasaron mis alumnos, así les tomo el pulso a sus lecturas) y entiendo que la historia de amor de Step ( macarra, pero de buen corazón), los tenga, sobre todo, “las tenga” tan obsesionados, hasta el punto de que los de 3º cuando terminaban las actividades en clase, sin decirles nada sacaban los libros y se dedicaban a leer casi a hurtadillas ( asombroso!).
Bien, pues los protagonistas del libro sellan un día su amor en este puente, el más antiguo de Roma. Escriben sus iniciales en un candado, que enganchan a un farol del puente y arrojan sus llaves al río Tíber. Y allí me veis, tomando un autobús (para los interesados, el número 2 desde la Piazza del Pópolo) con un mogollón de adolescentes deseando visitar este puente y recorriendo unos cuantos kilómetros.
Fascinante. Me quedé sin palabras. Es increíble como una historia de ficción puede convertirse en realidad. Los jóvenes romanos y los foráneos también han llenado el puente de candados selladores de su amor. Hay cientos de candados por todas partes (el farol no ha soportado el peso de éstos y ya se ha caído dos veces, así que las autoridades decidieron instalar unas cadenas en las paredes del puente para poder seguir colgando candados).
Es imposible estar allí y no sentirte arrastrado por esa lengua de amor y romanticismo que recorre el puente, aunque no seas romántico, aunque no estés enamorado. Mi compañera y yo,¡viejas y pellejas!, allí nos vimos comprando un candado y enganchando sentimientos a esas cadenas del puente, contagiadas por la ilusión de nuestros alumnos que se pasaban los rotuladores y las llaves unos a otros ( por supuesto, hay un señor que los vende allí, el negocio es el negocio).
Ocho y medio de la tarde, un atardecer y una luz de la de postales y la nostalgia de los tuyos aplastándote mientras las entrañas se te retorcían de ausencia. No tiré las dos llaves al río. Ellos sí, todavía creen en el amor eterno. Cerré un candado por decisión propia, sin preguntar y de forma unilateral. Así que me quedé con una llave que ha vuelto conmigo a casa. Esa llave tiene dueños. Algún día si van a la ciudad eterna se la entregaré. Entonces, si así lo desean y sienten, que la arrojen para siempre a las aguas del río Tíber, y si no, que abran el candado y lo quiten, ¡si lo encuentran!


miércoles, 9 de junio de 2010

Caperucita y el lobo machista

De todos es conocida una de las últimas estupideces de nuestra brillante ministra de Igualdad, Bibiana Aído. Flaco favor nos está haciendo al resto de las mujeres de este país y sobre todo a las mujeres rubias. Está bordando el estereotipo. A lo que iba, imprescindible para este país que se reescriban los cuentos tradicionales de toda la vida, porque en ellos la violencia contra la mujer y el machismo es patente.Un sueldo para esto...

Os dejo con la respuesta de mi admirado Arturo Pérez Reverte.

CAPERUCITA Y EL LOBO MACHISTA

Hoy me he levantado con talante. Como después de haber publicado 'El pequeño hoplita' –un cuento sobre un niño en las Termópilas, que tanto debe a su magnífico ilustrador, Fernando Vicente– le tomé el gusto a la narrativa infantil, he decidido echar un cable. Ayudar a que nuestra ministra de Igualdad y Paridad, Bibiana Aído, rubia joya de la corona, haga realidad su bonito proyecto de conseguir que los cuentos tradicionales para pequeños cabroncetes sean desterrados de escuelas y hogares, y dejen de ser un reducto machista, sexista y antifeminista. O que, expurgados y reconvertidos a lo social y políticamente correcto, contribuyan, ellos también, a la formación de futuras generaciones de ciudadanos y ciudadanas ejemplares y ejemplaras. Como está mandado.

Al principio pensaba hacerlo con el cuento de 'Blancanieves y las siete personas de crecimiento inadecuado'; que, como sostiene Bibiana, requiere, título aparte, una remodelación general urgente. Pero ciertos indicios de intolerable violencia machista en la casita del bosque, como que sea una mujer quien cargue con todas las labores del hogar, o que no haya paridad de sexos en el número de individuos que trabajan en la mina –su número impar complica además el asunto–, me decidieron a dejarlo para más adelante. Lo intenté luego con 'La soldadita de plomo y ploma'; y no es por echarme flores, pero lo tenía casi resuelto. Una soldadita de plomo de la ULFF –Unidad Legionaria Femenina Feroz–, terror de los talibanes afganos y de los piratas del Índico, impedida en su extremidad locomotriz por haber caído poco metal en el molde cuando la fundían. O sea, incompleta física de una pierna, para entendernos. O no. Lo que antes se decía, en jerga fascista, coja. Y que, desde su repisa en el cuarto de juegos de una niña, se enamora de un bailarín de ballet de papel maché que está enfrente, puesto tal que así, de puntillas, y que tiene una bonita lentejuela de plata en el prepucio. Se lo leí a mi hija por teléfono, a ver qué tal iba la cosa; pero al llegar a lo de la lentejuela me aconsejó dejarlo. Te van a malinterpretar, dijo. Así que al final me decidí por un clásico inobjetable: 'Caperucita Roja'. Y está feo que lo diga, pero la verdad es que lo he bordado. Creo.

Caperucita Roja camina por el bosque, como suele. Va muy contenta, dando saltitos con su cesta al brazo, porque, gracias a que está en paro y es mujer, emigrante rumana sin papeles, magrebí pero tirando a afroamericana de color, musulmana con hiyab, lesbiana y madre soltera, acaban de concederle plaza en un colegio a su hijo. Va a casa de su abuelita, que vive sola desde que su marido, el abuelito, le dio una colleja a Caperucita porque no se bebía el colacao, ésta lo denunció por maltrato infantil, y la Guardia Civil se llevó al viejo al penal de El Puerto de Santa María, donde en espera de juicio paga su culpa sodomizado en las duchas, un día sí y otro no, por robustos albanokosovares. Que también tienen sus necesidades y sus derechos, córcholis. El caso es que Caperucita va por el bosque, como digo, y en éstas aparece el lobo: hirsuto, sobrado, chulo, con una sonrisa machista que le descubre los colmillos superiores. Facha que te rilas: peinado hacia atrás con fijador reluciente y una pegatina de la bandera franquista, la de la gallina, en la correa del reloj. Y le pregunta: «¿Dónde vas, Caperucita?». A lo que ella responde, muy desenvuelta: «Donde me sale del mapa del clítoris», y sigue su camino, impasible. «Vaya corte», comenta el lobo, boquiabierto. Luego decide vengarse y corre a la casa de la abuelita, donde ejerce sobre la anciana una intolerable violencia doméstica de género y génera. O sea, que se la zampa, o deglute. Y encima se fuma un pitillo. El fascista. Cuando llega Caperucita se lo encuentra metido en la cama, con la cofia puesta. «Que sistema dental tan desproporcionado tienes, yaya», le dice. «Qué apéndice nasal tan fuera de lo común.» Etcétera. Entonces el lobo le da las suyas y las de un bombero: la deglute también, y se echa a dormir la siesta. Llegan en ésas un cazador y una cazadora, y cuando el cazador va a pegarle al lobo un plomazo de postas del doce, la cazadora contiene a su compañero. «No irás a ejercer la violencia –dice– contra un animal de la biosfera azul. Y además, con plomo contaminante y antiecológico. Es mejor afearle su conducta.» Se la afean, incluido lo de fumar. Malandrín, etcétera. Entonces el lobo, conmovido, ve la luz, se abre la cremallera que, como es sabido, todos los lobos llevan en la tripa, y libera a Caperucita y a su provecta. Todos ríen y se abrazan, felices. Incluido el lobo, que deja el tabaco, se hace antitaurino y funda la oenegé Lobos y Lobas sin Fronteras, subvencionada por el Instituto de la Mujer. Fin.

XLSemanal, 30 de Mayo de 2010

jueves, 3 de junio de 2010

Cierto día

Cierto día decidí vaciarme. Vaciarme para poder llenarme ordenadamente, como esos anuncios de televisión de las tres de la mañana en el que un señor nos enseña una y otra vez un armario desordenado repleto de prendas de colores, aquí una manga morada, allí un cuello de camisa azul, por allá un pañuelo de flores desgastadas, por acá asoma lo que parece un jersey de lana marrón…No importa, tenemos la solución, se vacía el armario, y doblamos las prendas ordenadamente en bolsas de plástico a las que se les extrae el aire del interior, ocupando poco espacio y de este modo tenemos la posibilidad de introducir más prendas en este armario que queda ordenado por colores y con el doble de espacio en su interior.

Así decidí vaciarme. Sacar todo. Desde el fondo. Que no quedase nada dentro. Una vez fuera, sólo era cuestión de ir ordenando, casi haciendo jerarquías. Los defectos a una bolsa transparente grande, ya que son muchos, y al estante de la izquierda, la siniestra, es el lado que menos sigue la mirada; las virtudes, que no son muchas, las pondremos en esta bolsa, pequeña, y la colocaremos en el estante de en medio, porque ahí es donde dicen que debe estar la virtud; los deseos los pondré en esta bolsa de flores de colores, arriba, a la altura de los ojos, que no los pierda de vista, así no podré olvidarlos; los miedos en esa bolsa minúscula, la oscura, irá al cajón inferior, ese que está desvencijado por los años y me cuesta abrir, así no los veré durante mucho tiempo…

Y así comencé a extraer todo mi interior, a derramarme por el suelo de la habitación, a fragmentarme en pedazos que ocupaban, paradójicamente, espacios irregulares en mi mundo exterior. El deseo de correr aventuras me pareció más grande de lo normal, el miedo a la enfermedad y a la pérdida, un gigante amenazador, el esfuerzo y la constancia no me parecieron tan enormes, la añoranza ocupaba media cama vacía, el odio negro me resultó más claro, la verdad clara, más gris, los ratos de alegría que me había dado la vida los tendría que recoger y reunirlos todos en una caja dorada que depositaría en un lugar agradable y perfumado, los ratos de tristeza, afortunadamente no eran muchos, pero sí pesados, no podrían ir a ningún estante principal, tendrían que ir al altillo, la envidia, que pensé minúscula, ocupaba más espacio del deseado, afortunadamente también la generosidad, aunque extrañamente estaba muy cerca del egoísmo… y pasé días mirando hacia todos los rincones de mi habitación buscando defectos, virtudes, deseos, anhelos, miedos, fracasos, y meditando, ahora que yo estaba vacía, que no me quedaba ni el aire, que mi interior era la nada, cómo ordenar todo mi caos interior, para llenarme de nuevo.

Tras más tiempo del que pensaba fui introduciendo todo en bolsas transparentes, de rayas, de flores, de cuadros, algunas oscuras, otras brillantes y les extraje el aire. Así quedaron los defectos apretados y parecían menos, las virtudes aplastadas y también parecían menos, ocupando más espacio la humildad, a la bolsa de los deseos me costó sacarle el aire, pero lo conseguí, y quedaron menguados, reducidos, aplastados, así era más fácil que los latidos del corazón marcaran un ritmo más monótono, los miedos no dejaban cerrar la cremallera y me obligaron a utilizar dos bolsas: una la rotulé con el nombre de “ los miedos conscientes” y la otra con “ los miedos inconscientes”, estos últimos son los peores y los que pueden aflorar cuando menos lo esperas y desordenar el estante superior.

Y lo conseguí. Cada bolsa ocupó su estante y su cajón. Orden completo. Tranquilidad interior. Equilibrio. Bienestar.

Aunque nunca he sido ordenada, lo conseguí durante mucho tiempo.

Hasta que llegaron tus ojos. Y lo supe. Y el saberlo no me preocupaba, pues me enseñaron que el saber no ocupa lugar, pero, ¿el amor? ¿No era eso que decían que lo ocupaba todo? Y ahora, ¿dónde lo metía? ¿En qué estante? ¿En cuál cajón? No tenía bolsa para él, ni espacio, ni lugar.
Y sin darme apenas cuenta, apretando los deseos, escondiendo de la vista los miedos, aplastando los fracasos, y toqueteando por aquí y por allá, cupieron, tus ojos cupieron en ese armario en el que todo volvió a quedar patas arriba, más desordenado que nunca.

Para Gonzalo.
Que pases muchos días más… en ese armario tan desordenado.