martes, 21 de mayo de 2013

Metamorfosis


Úrsula se creía feliz. Siempre había obedecido a la autoridad social sin cometer ninguna locura, alineada por la máquina apisonadora de siglos de tradición. La autoridad parental se impuso en su hogar y en su vida y siempre obediente nunca dio un disgusto a sus padres. Aun siendo la mayor de los hermanos, la autoridad fraternal también hizo estragos en su personalidad y acataba, con una sonrisa y sin rechistar, los deseos tiranos de los demás. Tampoco fue nunca líder entre los amigos y menos se hizo notar ante la autoridad académica. Ni que decir tiene que en el plano laboral, aunque sus ideas creativas eran estudiadas con satisfacción, tampoco despuntó en las protestas por mejorar las condiciones salariales de aquellos años de lucha.




Y así se encontró un día, ya rozados los cincuenta y sin rumbo, perdida. Recordó una lectura de su veinte años, La metamorfosis, en la que el protagonista, Gregor Samsa, se levanta un amanecer convertido en insecto. Entonces no pudo extraerle todo su significado. Hizo falta que transcurrieran cerca de tres décadas para entender aquella simbología, el hombre aplastado por la sociedad, la familia, las normas morales, que se levanta un día anulado por todos, hasta por sí mismo. Y el final, la muerte metafórica del insecto, abandonado por todos.


Y Úrsula decidió que NO y a la mañana siguiente se lacó las uñas de un rojo intenso que le trastocó el alma por la novedad, pero su padre la obligó a borrarlo de sus uñas porque era un color de prostitutas; otra tarde se tiñó el cabello de un rubio platino juvenil que le hizo casi saltar por las aceras, sin embargo, su jefe le llamó la atención por su falta de elegancia en un trabajo como el suyo, atendiendo al público, y esa tarde volvió a su eterno color café con leche descafeinado; y soñó durante días con visitar las antiguas ruinas griegas el próximo estío , hasta que descubrió la cuenta bancaria embargada por una multa de circulación, más el pago de dos recibos de impuestos y uno de luz. En otro intento, cambió su viejo coche por una bicicleta con una cesta de mimbre azul llena de flores, que nunca llegó a estrenar porque la visita semanal a sus padres, algunas compras de última hora, la cita médica, el café obligado con la hermana, la recogida de algún sobrino de la guardería y de la ropa de la tintorería, las clases de inglés dos veces a la semana obligatorias de su empresa, y un largo etcétera de obligaciones insulsas diarias le robaban el tiempo para pasear en ella, y se vio tomando el metro, asfixiada entre una multitud de insectos que se dirigían o volvían del trabajo.

Y una noche pegó su frente sobre el cristal de su dormitorio mientras observaba las luces que titilaban a lo lejos, en la gran ciudad. Y soñó con un pequeño jardín, el mar, la arena, y una exposición de pinturas; con una pulsera de cuero, un concierto de verano, un paseo por el parque, una copa con amigos hasta el amanecer, volver descalza a casa…; y siguió soñando con una noche de rayos, zambullirse en el agua del mar de enero, con recoger castañas en otoño, y con un beso viscoso que le lamiera el ombligo; con aprender a bailar el tango, y leer mientras escucha jazz, comer palomitas ante su mejor película de amor y llamar al teléfono del tarot televisivo  para reírse de sus predicciones. Soñó con una blusa larga y una falda corta, con tacones de vampiresa y chanclas doradas de sirenas, con una fiesta de espuma y un concierto de violoncelo y con todos su caprichos y todos sus contrarios.

Y soñó  muchas noches con su frente unida al  helado cristal.
Y un amanecer, halló sus alas frágiles retorcidas entre las sábanas.


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