Siempre me han gustado los
libros. Las hojas, mejor cuanto más rugosas, el negro sobre el blanco, la pelea
de letras encorsetadas en una página, el olor a nuevo, la impaciencia antes de
comenzarlo, el avance lento por cada página, el adelantarme algunas para
conocer más y el reposo final en una estantería.
A todas las sensaciones
anteriores tengo que sumar la de los títulos. Estos son la avanzadilla; un
título acertado es la red en la que caemos para elegir un libro, el primer
elixir que embriaga, la primera miel que endulza la lectura. Un título perfecto
es ya la historia, la cierra y la mejora.
Cuánto dicen títulos como Pídeme lo que quieras, Misión olvido o El tango de la guardia vieja. Con el
nombre propio de los libros publicados en los dos últimos años se puede hasta
escribir una historia:
El cielo a medio hacer cubría Una
tienda en París. Frente a su escaparate, me encontraba a la Intemperie, abstraído, pensando en La vida imaginaria. Llegaste tarde y me
llamaste la atención por haber faltado a Las
cenas de los martes, y tras escuchar tu interminable perorata de quince
minutos fui consciente de Las ventajas de
ser marginado. Prefería mil veces vagar solo, acompañado de El susurro de la caracola e imaginarme Los ojos amarillos de los cocodrilos que
tener que sufrir la compañía de tus insoportables vecinos. Me perdonaste con
esa mirada tuya que da calor a El
invierno del mundo, no sin antes amonestarme con un < Que sea la última vez>. Te invité a
tomar algo en La casa del viento, y como
El amor huele a café me oí susurrarte
Si tú me dices ven, lo dejo todo, pero
dime ven. Nunca se me han dado demasiado bien Los enamoramientos y con La
falsa sonrisa que te caracteriza me respondiste <Me encontrarás en el fin del mundo>. Y así me quedé, con tu
último recuerdo En un rincón del alma.
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