domingo, 2 de octubre de 2011

Al compás del tren



Cuando era pequeña mis tíos venían a visitarnos y llegaban a la estación de Rota en tren. Cuando el gusano de hierro entraba me quedaba embobada y con las ganas de montar en él. No llegue a subir hasta los trece años y en trayecto corto. Desde entonces me fascina. Tengo que confesar que el avión es muy rápido, efectivo y que acorta distancias en pocas horas. A mí me produce claustrofobia, los asientos están muy pegados, muchas personas en un espacio reducido y demasiada altura para mi gusto. Siempre digo que si el hombre hubiese nacido para volar hubiésemos nacido con alas.
Los trenes antiguos representan la nostalgia de los primeros puntos distantes unidos por aquella locomotora que arrojaba humo y partículas de carbón. Saben a aquella modernidad hoy trasnochada.
Hoy han perdido ese encanto con sus nuevos diseños aereodinámicos, pero siguen guardando todavía el encanto para el viajero. Este fin de semana he viajado a Madrid en tren: espacioso, luminoso, asientos cómodos, el paisaje como una película ante la ventanilla y un tiempo para la lectura que agradeces como maná del cielo. Y descubres muchos viajes en uno solo: viajas hacia tu destino, el tiempo y la lectura te permiten viajar, después de días de mucho ajetreo, a tu interior, y si además te rodea una buena compañía, la conversación te permite viajar hacia las historias vitales de otros.
Cuando retornas a tu estación de origen, anunciada minutos antes por los altavoces, el viaje ha finalizado, pero tu frente en la ventanilla sigue apoyada durante horas.













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