Raúl solo ha tardado dos días en
contactar conmigo. Desconozco por qué mis amigos me consideran gurú
profesional en estos temas cuando mi
sempiterno desbarajuste emocional poca luz puede arrojar sobre este asunto. No
obstante, me acomodo en el sofá, apoyo el auricular del teléfono cerca de mi
oído y me dispongo a escuchar.
No
recuerda muy bien cómo sucedió, casi intuye el porqué y lo único que tiene
claro es el cuándo, una cena de la empresa. Se sentía joven de nuevo. Cuerpo de
cincuenta y menos guiado por una mente de veinte. Se levanta más temprano para
elegir la ropa, afeitarse a diario, y sale quince minutos antes para enviar
mensajes quinceañeros a quien lo espera todas las mañanas con una sonrisa. ¿No sonríe Amaranta? le pregunto. Sí, claro que sonríe, pero no tengo casi
tiempo para fijarme en su sonrisa. Llega tarde del trabajo, ducha, cena, niños,
está cansada. Y los fines de semana, entre los partidos de los niños, trabajo
que siempre se trae de la empresa, mi fútbol con los colegas, pues nos estamos
convirtiendo en dos autómatas paralelos que pocas veces cruzan su camino, y
menos sus caricias.
¡Lástima, Raúl! , me oigo decir. Y pienso en Amaranta, tan ajena a
esta queja, tan luchadora, tan envuelta en su burbuja, a la que le están
clavando alfileres y comienza a desinflarse. Raúl prosigue ofreciéndome un
monólogo en el que describe su conflicto interior, el torbellino de
sentimientos y sus pocas luces para encontrar una salida. Después de cincuenta
y dos minutos de tiempo y nueve mil ochocientas treinta y dos palabras, que no
aclaran nada, nos despedimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario