Me levanto el primer día de las vacaciones, para ser más exacta, el primer día que físicamente no acudo al trabajo, pues no está todo finalizado y me quedan unos días para rematar algunos flecos que quedan sueltos, la divina burocracia; no temblemos, para eso está la conexión a internet y a tu máquina del trabajo desde casa, ¡ qué gran invento! (léase con ironía).
En fin, que aquí estoy sentada en la mesa de trabajo y pensando, que se ha terminado otro curso, y lo de siempre, cómo vuela el tiempo. Levanto la vista y enfrente ocupa casi todo el espacio un piano antiguo que compraron mis padres hace años a unos amigos y que ha terminado en mi casa. Mi hija hace sus pinitos con él, y aunque está algo desafinado, consigue robarle ya ciertas melodías que me enternecen. Encima de él reposan unas fotografías que me ratifican el tópico del tempus fugit. Cuando explico este tópico a mis alumnos, chasqueo los dedos y les voy indicando que ese segundo no lo van a volver a vivir, ni este, ni este, ni este... y sigo haciendo sonar mis dedos para que sean conscientes de otro tópico, cotidie morimur, morimos todos los días, es un camino hacia la muerte, no hay vuelta atrás. Parece negativo, pero no, así entienden mejor el carpe diem, aprovecha el momento, aprovecha la vida, disfrútala. Si no entiendes los dos primeros, difícilmente podrás sacarle todo el partido al tercero.
Vuelvo de nuevo los ojos hacia las fotografías del piano. Dos son de mis bisabuelos paternos, de mitad del siglo XIX, en color sepia, el color que mejor muestra el paso de la vida que queda reflejado en una instantánea; en otra aparcen los abuelos paternos de mi hija hace más de cuarenta años; a su lado una de mis padres con sus nietas en su bautizo y a esta la rodean tres momentos de mi hija con tres, cinco y ocho años respectivamente. Son el reflejo del pasado, de lo pasado que tienes presente y desde los pequeños marcos rectangulares hoy me gritan: carpe diem.
Lo intentaremos.
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