El día que decidió suicidarse arrojando su cuerpo desde la vigésima planta de aquel rascacielos, no contó con la silueta desnuda de su vecina que se divisaba tras el cristal de la ventana del undécimo piso. Deseó poder detener esa caída absurda, y en un instante, se encontró delante de su puerta. Le pidió solícito un poco de azúcar; al día siguiente unas gotas de aceite y al tercer día su corazón. Ella se lo entregó aderezado con algo de sal y a él le supo a caramelo dulce. Dos semanas más tarde, ella se lo requirió, solo el corazón, podía quedarse con el azúcar y el aceite prestados. Él deseó morir en ese momento y, de nuevo, se encontró en una caída libre delante de la ventana del noveno, del quinto, del tercero… ¡Qué sonrisa más hermosa la de la vecina del primero! Deseó corresponderle con otra, mas ya no tuvo tiempo.
No siempre el amor extiende sus alas y nos salva.
(Basado en una idea de García Márquez)
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