La única patria que tiene el hombre es
la infancia (Rilke).
Tengo que estar haciéndome vieja
según Benedetti y su cita en la que
declaraba que la infancia es un privilegio de la vejez y en esta etapa es
cuando con más claridad se recuerda. No sé por qué llevo unos días pensando en
mi infancia y en momentos de ella que echo de menos.
Echo de menos la mano de mi
padre, tibia, agradable que agarraba siempre cuando nos sentábamos en el sofá o
cuando caminábamos por la calle, gesto que he seguido realizando hasta su
muerte; los “migotes” para desayunar con
agua caliente, leche condensada y el pan partido en cachitos; el baño que me
daba mi madre y, tras secarme, me iba vistiendo mientras ella recitaba una oración
cual letanía… “ bendito y alabado”, yo contestaba “sea”, “ el Santísimo
Sacramento”, “ del altar”, y en cada grupo de palabras iba introduciendo una
pierna, la otra, un bracito, el otro…; la hora de la comida en la que todos
sentados a la mesa íbamos contando las anécdotas de la mañana que mi padre adornaba con sus chascarrillos,
y cuando el tema era enconado siempre echaba mano de una estadística ante la
risa general; aquellos días de playa eternos y la alegría de ver a mis padres
bajando la escalerilla a su vuelta del trabajo, señal de que el baño estaba
próximo; las tardes de playa en la orilla jugando al puntillón tras una
excursión a las rocas que eran el límite
de la más osada aventura junto con el paseo hasta los fortines; las Nochebuenas
familiares con primos y tíos en las que nos reuníamos más de cuarenta personas
ruidosas; el cubre almohada que me ponía de falda con cola de princesa y me
arrastraba, bien enana tenía que ser; todos los perrillos que tuvimos y que
hacían nuestras delicias; las visitas a mi abuela paterna a aquella casa enorme y antigua que
era todo un misterio, con alcobas cerradas que guardaban fabulosos secretos y
mientras papá charlaba con ella la de kilos de café que le dejábamos molido con
aquello molinillo antiguo de manivela, tras esto, las tostadas en La
Mallorquina y la mano de la abuela diciéndonos adiós desde la puerta de la
iglesia; aquel primer “Patoso” de los Reyes Magos que gateaba, ¡ un muñeco que
se movía!; las tardes de Exin castillo montando y desmontando torres ( creo que
nunca llegamos a montar un castillo al completo); los cacharritos de la feria a
los que nos llevaban por la mañana para que ya no diéramos la lata durante el
día y los concursos de sevillanas; las fotos que nos tomaba mi padre todos los
domingos, arregladitos los cuatro y
cogidos de la mano en orden de mayor a menor…
Chesterton escribió “lo
maravilloso de la infancia es que cualquier cosa es en ella una maravilla” y si has tenido la suerte de tener una infancia feliz, es
cierto que un instante que rememores es entrañable, a veces nostálgico, pero todos
quedan grabados como surcos de arado que demuestran que has vivido y que, como
en estos minutos que escribo, afloran como pañuelos de colores, anudados unos
con otros, de los que tiras y no tienen final.