La pasada semana publicaba
Mario Vargas Llosa un artículo en el diario El País sobre Boccaccio y su pueblo
natal, Certaldo. Ha sido uno de los lugares visitados este verano en la Toscana
y entiendo perfectamente la emoción del Vargas Llosa al pasear por las
callejuelas de Certaldo. Acompaño el artículo con fotos realizadas durante la visita para que os
hagáis una idea.
El pueblecito toscano de Certaldo
conserva sus murallas medievales, pero la casa donde hace siete siglos nació
Giovanni Boccaccio fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Ha sido
reconstruida con esmero y desde su elevada terraza se divisa un paisaje de
suaves colinas con olivares, cipreses y pinos que remata, en una cumbre lejana,
con las danzarinas torres de San Gimignano.
Lo único que queda del
ilustre polígrafo es una zapatilla de madera y piel carcomida por el tiempo;
apareció enterrada en un muro y acaso no la calzó él sino su padre o alguno de
los sirvientes de la casa. Hay una biblioteca donde se amontonan los centenares
de traducciones del Decamerón a todas las lenguas del mundo y
vitrinas repletas con los estudios que se le dedican. El pueblecito es una joya
de viviendas de ladrillos, tejas y vigas centenarias, pero minúsculo, y uno se
pregunta cómo se las arregló el señor Boccaccio papá para, en lugar tan
pequeño, convertirse en un mercader tan próspero. Giovanni era hijo natural,
reconocido más tarde por su progenitor y se ignora quién fue su madre, una
mujer sin duda muy humilde. De Certaldo salió el joven Giovanni a Nápoles, a
estudiar banca y derecho, para incrementar el negocio familiar, pero allí
descubrió que su vocación eran las letras y se dedicó a ellas con pasión y
furia erudita. Eso hubiera sido sin la peste negra que devastó Florencia en
1348: un intelectual de la elite, amante de los clásicos, latinista, helenista,
enciclopédico y teólogo.
Tenía unos 35 años cuando
las ratas que traían el virus desde los barcos que acarreaban especias del
Oriente, llegaron a Florencia e infectaron la ciudad con la pestilencia que
exterminó a 40.000 florentinos, la tercera parte de sus habitantes. La
experiencia de la peste alejó a Boccaccio de los infolios conventuales, de la
teología y los clásicos griegos y latinos (volvería años más tarde a todo ello)
y lo acercó al pueblo llano, a las tabernas y a los dormideros de mendigos, a
los dichos de la chusma, a su verba deslenguada y a la lujuria y bellaquerías
exacerbadas por la sensación de cataclismo, de fin del mundo, que la epidemia
desencadenó en todos los sectores, de la nobleza al populacho. Gracias a esta
inmersión en el mundanal ruido y la canalla con la que compartió aquellos meses
de horror, pudo escribir el Decamerón, inventar la prosa narrativa italiana e
inaugurar la riquísima tradición del cuento en Occidente, que prolongarían
Chaucer, Rabelais, Poe, Chéjov, Conrad, Maupassant, Chesterton, Kipling, Borges
y tantos otros hasta nuestros días.
No se sabe dónde escribió
Boccaccio el centenar de historias del Decamerón entre 1348 y 1351 —bien pudo ser aquí,
en su casa de Certaldo, donde vendría a refugiarse cuando las cosas le iban
mal—, pero sí sabemos que, gracias a esos cuentos licenciosos, irreverentes y
geniales, dejó de ser un intelectual de biblioteca y se convirtió en un
escritor inmensamente popular. La primera edición del libro salió en Venecia,
en 1492. Hasta entonces se leyó en copias manuscritas que se reprodujeron por
millares. Esa multiplicación debió de ser una de las razones por las que
desistió de intentar quemarlas cuando, en su cincuentena, por un
recrudecimiento de su religiosidad y la influencia de un fraile cartujo, se
arrepintió de haberlo escrito debido al desenfado sexual y los ataques feroces
contra el clero que contiene el Decamerón.Su amigo
Petrarca, gran poeta que veía con desdén la prosa plebeya de aquellos relatos,
también le aconsejó que no lo hiciera. En todo caso, era tarde para dar marcha
atrás; esos cuentos se leían, se contaban y se imitaban ya por media Europa.
Siete siglos más tarde, se siguen leyendo con el impagable placer que deparan
las obras maestras absolutas.
En la veintena de casitas
que forman el Certaldo histórico —un palacio entre ellas— hay una pequeña trattoria que ofrece, todas las primaveras, “El
suntuoso banquete medieval de Boccaccio”, pero, como es invierno, debo
contentarme con la modesta ribollita toscana, una sopa de migas y verdura,
y un vinito de la región que rastrilla el paladar. En los carteles que cuelgan
de las paredes de su casa natal, uno de ellos recuerda que, en la década de
1350 a 1360, entre los mandados diplomáticos y administrativos que Boccaccio
hizo para la Señoría florentina, figuró el que debió conmoverlo más: llevar de
regalo diez florines de oro a la hija de Dante Alighieri, Sor Beatrice, monja
de clausura en el monasterio de Santo Stefano degli Ulivi, en Rávena.
Descubrió a Dante en
Nápoles, de joven, y desde entonces le profesó una admiración sin reservas por
el resto de la vida. En la magnífica exposición que se exhibe en estos días en
la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia —Boccaccio: autore e copista—, hay manuscritos suyos, de caligrafía
pequeñita y pareja, copiando textos clásicos o reescribiendo en 1370, de
principio a fin, veinte años después de haberlas escrito, las mil y pico de
páginas del Decamerón que poco antes había querido destruir
(era un hombre contradictorio, como buen escritor). Allí se ve a qué extremos
llegó su pasión dantesca: copió tres veces en su vida la Comedia y una vez la Vita
Nuova, para difundir
su lectura, además de escribir la primera biografía del gran poeta y, por
encargo de la Señoría, dictar 59 charlas en la iglesia de Santo Stefano di
Badia explicando al gran público la riqueza literaria, filosófica y teológica
del poema al que, gracias a él, comenzó a llamarse desde entonces “divino”.
En
Certaldo se construyó hace años un jardín que quería imitar aquel en el que las
siete muchachas y los tres jovencitos del Decamerón se refugian a contarse cuentos. Pero
el verdadero jardín está en San Domenico, una aldea en las colinas que trepan a
Fiesole, en una casa, Villa Palmieri,que todavía
existe. De ese enorme terreno se ha segregado la Villa
Schifanoia, donde
ahora funciona el Instituto Universitario Europeo. Aquí vivió en el
siglo XIX el gran Alejandro Dumas, que ha dejado una preciosa descripción
del lugar. Nada queda, por cierto, de los jardines míticos, con lagos y arroyos
murmurantes, cervatillos, liebres, conejos, garzas, y del soberbio palacio
donde los diez jóvenes se contaban los picantes relatos que tanto los hacían
gozar, descritos (o más bien inventados) por Boccaccio, pero el lugar tiene
siempre mucho encanto, con sus parques con estatuas devoradas por la hiedra y
sus laberintos dieciochescos, así como la soberbia visión que se tiene aquí de
toda Florencia. De regreso a la ciudad vale la pena hacer un desvío a la
diminuta aldea medieval de Corbignano, donde todavía sobrevive una de las casas
que habitó Boccaccio y en la que, al parecer, escribió el Ninfale
fiesolano; en todo caso,
muy cerca de ese pueblecito están los dos riachuelos en que se convierten
Africo y Mensola, sus personajes centrales.
Todo este recorrido tras
sus huellas es muy bello pero nada me emocionó tanto como seguir los pasos de
Boccaccio en Certaldo y recordar que, en este reconstruido local, pasó la
última etapa de su vida, pobre, aislado, asistido sólo por su vieja criada
Bruna y muy enfermo con la hidropesía que lo había monstruosamente hinchado al
extremo de no poder moverse. Me llena de tristeza y de admiración imaginar esos
últimos meses de su vida, inmovilizado por la obesidad, dedicando sus días y
noches a revisar la traducción de la Odisea —Homero fue otro de sus venerados
modelos— al latín hecha por su amigo el monje Leoncio Pilato.
Murió aquí, en 1375, y lo
enterraron en la iglesita vecina de los Santos Jacobo y Felipe, que se conserva
casi intacta. Como en el Certaldo histórico no hay florerías, me robé una hoja
de laurel del pequeño altar y la deposité en su tumba, donde deben quedar nada
más que algunos polvillos del que fue, y le hice el más rápido homenaje que me
vino a la boca: “Gracias, maestro”.